Pasajes seleccionados por el autor
Dos meses atrás me
encontraba cómodamente apoltronado en el sillón de mi nuevo despacho. El
mismísimo Primer Ministro, con el visto bueno de Su Majestad el rey Jorge, no
hacía mucho que me había nombrado Inspector Mayor del Departamento de
Investigación Criminal de la Guerra. Sin duda un premio a los servicios
prestados durante la famosa Batalla del Nilo como integrante de la
tripulación del Victory, y bajo las órdenes del más célebre y honorable
marino que jamás haya pertenecido a la Armada Real, el vizconde Horatio Nelson,
Almirante de la Flota. Así pues, tras los honores triunfales y de vuelta ya a
Inglaterra, el propio William Pitt, el Primer Ministro, me puso al corriente de
los peligros que acechaban a la nación y de lo beneficiosa que sería mi
actividad como investigador para desmantelar a la red de espías existente en
suelo británico y al servicio del tirano francés. (Geoffrey Dowson, Teniente de Navío).
Me sorprendió su actitud cuando
el propio Nelson le confió la misión llamada Piedra Filosofal.
Corría el año de 1799, momento en que el ejército de Napoleón se retiraba
definitivamente de Egipto, cuando el oficial francés de ingenieros llamado
Bouchard halló una misteriosa estela de piedra mientras realizaba las obras de
reconstrucción del fuerte St Julien, a orillas del afluente Rosetta. Estaba
escrita en tres lenguas antiguas, es decir, la egipcia jeroglífica, la demótica
– que parece ser una simplificación de la anterior – y el griego clásico. El
hallazgo enseguida produjo un revuelo entre los sabios y científicos que
asesoraban al entonces joven general Napoleón, como cabía esperar, pues es bien
sabido que la alquimia precisamente surgió en Alejandría, muy cerca del rio
Rosetta. Por ello se dedujo que la estela sobre la roca basáltica no podía ser
otra que la famosa piedra filosofal, la que permite no sólo la
transmutación de los metales viles en oro y plata sino que constituye
además el disolvente universal necesario para obtener el elixir de la
eterna juventud.
El teniente Cornwall asumió la misión,
uniéndose al general Turner, también famoso anticuario, y a partir de entonces
su vida quedaría expuesta a una serie de peligros que lo convertirían en todo
un aventurero. Tras el hallazgo de la piedra, y con el ejército francés
desesperado y en franca retirada, Cornwall llegó a averiguar dónde se
encontraba. Fue gracias a una mujer de belleza incomparable que de manera
fortuita vino a cruzarse en su vida, una especie de aventurera de la cual se
decía que había nacido en Creta, conocida con el nombre de Helene Argyros, que
se dedicaba a buscar tesoros y que había reunido una incalculable fortuna, lo
que le permitía vivir como una auténtica reina, viajando por todo el mundo
conocido, en busca de aventuras, tesoros y fama. Mi amigo, el teniente de navío
Theodore Cornwall quedó rendido ante tal belleza al contemplarla por primera
vez en Alejandría. Fue un flechazo de amor a primera vista. Ella, enterada de
que Theodore trabajaba a las órdenes del general Turner en su empeño por
hacerse con la “piedra filosofal”, acudió presta a su encuentro, empleando
todas sus armas de mujer para seducir al joven e inocente teniente.
Le dijo, entre otras cosas, que ella tenía poderes
para entrar en contacto con personas ya fallecidas que habitan en el más allá y
que podían ayudarla en dar con el paradero actual de tan sorprendente piedra.
...Finalmente la piedra Rosetta fue
embarcada a bordo de la fragata Egyptienne que la conduciría a
Portsmouth en febrero de 1802.
-¿Cuándo tuvo lugar el último
asesinato?
- Hace dos días. Era un joven
guardia marina: William Jameson. Lo enterramos ayer.
-¿Dónde y en qué estado fue
hallado el cadáver?
- Lo encontraron unos marineros
de madrugada, en las proximidades de la Torre Redonda, ¿la recuerdas?, tenía la
cabeza completamente destrozada, y el rostro irreconocible. Le habían sacado
los ojos de sus órbitas y arrancado la lengua. Tuvimos problemas para
identificarlo puesto que en el momento en que sucedió el asesinato, el señor
Jameson no llevaba puesto su uniforme reglamentario, de ahí que en un principio
se creyera que se trataba de una víctima civil, un lugareño, hasta que uno de
los marinos lo reconoció por sus ropas como un tripulante de la Bounty. Además
le había sido arrancado el antebrazo y, en uno de sus costados, le
faltaba un gran trozo de carne, como si hubiera sido mordido por alguna bestia
de dientes afilados. Todo el cuerpo presentaba hematomas y profundas heridas
longitudinales que se hundían en la carne. El cadáver, que todavía no había
comenzado a descomponerse, despedía un olor parecido al que produce el pescado
podrido y también se encontraron algunos trozos pequeños de algas sobre el
cabello y la piel.
A la mañana
siguiente me desperté con gran resaca a consecuencia de la juerga nocturna. Sin
duda mis hábitos habían tomado ya derroteros muy diferentes a los propios de la
soldadesca. Después de desayunar decidí ir a dar un paseo y respirar el aire
fresco de la mañana, aquí mucho más puro que en el corrupto Londres. El día era
claro, sin brumas, y un sol tímido asomaba por entre las abundantes nubes que
surcaban los cielos a gran velocidad, dibujando caprichosas formas de algodón.
Decidí tomar Broad Street para dirigirme a La Punta, ese brazo de tierra
que da cobijo a la hermosa bahía de Portsmouth y desde donde se puede disfrutar
de un paisaje marinero sin igual. En la lejanía, se recortaban las majestuosas
siluetas de los navíos de la Armada Real, como gigantescos guerreros en reposo
antes de partir hacia la sangrienta batalla.
Podía considerarme un auténtico
privilegiado al haber sido invitado por uno de los personajes más relevantes de
la Inglaterra de nuestros días, y a su propia cabina, el sancta sanctorum
de la Armada Real, donde se habían fraguado tantos combates y batallas.
Allí estaba de nuevo el Victory, el
impresionante navío que mostraba orgulloso sus hileras de cañones a tres
alturas por los que tanto se hacía temer, y también allí encontré al almirante
y vizconde Horatio Nelson...
...Habían transcurrido
al menos siete años desde la última vez que lo había visto y la huella del
tiempo se dejaba notar en su preocupado rostro y en el cabello que comenzaba a
blanquear. Seguía siendo aquel espíritu noble entregado a su cometido y
obligaciones con abnegación y sacrificio; su ideal de patriotismo estaba por
encima de su propia vida, pues para él, como tantas veces le oí decir
“Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su obligación”. Como era de
suponer, la mayor parte de la conversación durante el almuerzo giró en torno a
la guerra, una gran pena, porque el Almirante era otro pozo de sabiduría del
que deseaba en todo momento beber.
Las noches de Portsmouth son
perversas. Uno tiene la impresión de hallarse introducido en alguna de las
escenas apocalípticas tan al gusto del pintor holandés y excelente visionario
Jerónimo El Bosco. A la caída de la noche, el ron y la cerveza inundan
las oscuras y malolientes calles. El olor a orines y a vómitos hace el aire
irrespirable. Las rameras salen a vender su mercancía y por unos pocos peniques
realizan cualquier tipo de trabajo, siempre vigiladas de cerca por los
proxenetas que las exprimen hasta la muerte. Es el momento en que marinos,
pescadores, borrachos, truhanes, jugadores de naipes, buhoneros, timadores,
alcahuetas, pervertidos, hombres de negocio, embaucadores, miserables,
echadoras de cartas, meretrices, chulos, degenerados y una larguísima lista de
sombríos personajes, unos por divertimento, otros por obligación, entran en
escena para hacer de la noche su reino particular.
Llegó a mis oídos aquel mismo año...que tras la Batalla de las Pirámides un grupo de oficiales se apresuró a escalar la gran pirámide. Mientras, el general Napoleón prefirió quedarse en la base de tan colosal monumento, reflexionando acerca de los enigmas derivados de su construcción. ¿Cómo una civilización tan antigua había sido capaz de levantar aquella inmensa mole? Casi sin darse cuenta estaba haciendo cálculos mentales sobre la cantidad de bloques de piedra que fueron necesarios para tan grandiosa empresa. Llegó a la conclusión de que había suficiente piedra como para construir un muro de casi tres metros de altura y treinta centímetros de grosor que rodeara toda Francia...
Pregunté a un marino que
ahogaba sus penas en ron dónde podría ir a saciar mi apetito carnal sin peligro
de que me asaltaran las alimañas. El buen hombre me dijo que el mejor burdel de
la ciudad se encontraba en Penny Street y que estaba regentado por una tal
Madame Rose. Me aseguró que allí encontraría a las mejores putas de toda
Inglaterra, pues era el burdel adonde acudían los oficiales y caballeros
solventes para apartarse de la inmundicia de las calles. Enseguida me dije que
quizás aquel lugar sería el apropiado que me pusiera sobre la pista de
cualquier sospechoso de traición a la Corona.
...No me resultó demasiado difícil dar con el
prostíbulo al observar el animado trasiego de caballeros y oficiales que
entraban y salían de uno de los portales de Penny Street...
...Aquel burdel estaba muy concurrido, pude ver a un
gran número de marinos de grado y algún que otro hombre de negocios,
acompañados por bellas y jóvenes mujeres con las que parecían estar disfrutando
la velada...
...Madame Rose rogó que me acomodara como si estuviese
en mi casa y dirigió su mirada hacia un grupo de cuatro chicas vestidas de la
manera que sólo las prostitutas suelen acostumbrar, aunque confieso con toda
sinceridad que no percibí nada desagradable en ellas, sino todo lo contrario,
podrían haber pasado por auténticas damas...Estuvimos bromeando y bebiendo de nuestras copas
hasta que mis ojos se posaron en aquella criatura digna de un retrato.
Llegó a mis oídos aquel mismo año...que tras la Batalla de las Pirámides un grupo de oficiales se apresuró a escalar la gran pirámide. Mientras, el general Napoleón prefirió quedarse en la base de tan colosal monumento, reflexionando acerca de los enigmas derivados de su construcción. ¿Cómo una civilización tan antigua había sido capaz de levantar aquella inmensa mole? Casi sin darse cuenta estaba haciendo cálculos mentales sobre la cantidad de bloques de piedra que fueron necesarios para tan grandiosa empresa. Llegó a la conclusión de que había suficiente piedra como para construir un muro de casi tres metros de altura y treinta centímetros de grosor que rodeara toda Francia...
...Entre los sabios que le aconsejaban se encontraba el célebre matemático
Gaspar Monge que realizó los cálculos por su cuenta y declaró con sorpresa que
coincidían con los que había realizado el general.
―
¿Conoces a algún francés?
― Creo
que no, al menos ninguno tiene acento francés, aunque sí hay un individuo que
ha vivido allí una temporada más o menos larga.
― ¿Quién
es?
―Se
trata de un ser escurridizo que se hace llamar Robert Smith, aunque todo
el mundo aquí sospecha que se trata de una falsa identidad. Un marino me dijo
que es de nacionalidad francesa y además un sujeto bastante peligroso. Al
parecer, en tiempos de la Revolución Francesa ayudaba a escapar de la
guillotina a nobles franceses. Ahora debe haber cambiado de bando en su propio
beneficio y ha hecho de la guerra un negocio más. Con toda certeza recibirá
copiosas cantidades de dinero del gobierno francés a cambio de sus traiciones.
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Javier Carrasco