Campanas del Infierno: un thriller poco convencional

Pasajes seleccionados por el autor

Johnny Metralla


 

  Por supuesto, podrás decir que estoy pirado, que soy un completo desastre, que nada de lo que inicio sale bien, que me quedé anclado en la adolescencia...todo eso puede que sea cierto, no te lo voy a negar. Tuve una juventud muy movida y sufrida, hay que reconocerlo; no, no, todo menos un pan bendito, un espíritu demasiado inquieto, un tormento para mis padres. Ahora bien, de tonto no tengo un pelo. La necesidad hace que agudices el ingenio, sobre todo moviéndote en los ambientes en los que a lo largo de toda mi vida me he desenvuelto: barrios bajos, zonas deprimidas al margen de la ley, tugurios de mala muerte, atmósferas sulfurosas…. No obstante, eso ha contribuido a que me haya codeado con la crem de la crem de la sociedad, sujetos despreciables de baja estofa, ratas de alcantarilla de los que mejor ni acordarse, aunque de ellos aprendí mucho, sobre todo a sobrevivir en la ciénaga. Sí, ellos fueron los catedráticos que me formaron en la universidad de la calle, los que te enseñan sin necesidad de libros ni complejos teoremas abstractos sino a fuerza de hostias.

 

 Richard


 

Pero conviene ahora que nos centremos en la figura de Richard para que podamos tener una visión íntegra de los hechos y para facilitar tu comprensión de los mismos. Tenemos que remontarnos a los lejanos años de la niñez.

Era Richard un niño con aspecto de rata, flacucho, siempre mal vestido y despeinado. Su aspecto era desagradable, por eso nadie quería ser su amigo. Siempre iba solo a todos lados, a oscuras, como suelen hacer los roedores en general. En el colegio tenía fama de guarrete. Tenía hidrofobia y, sobre todo en verano, apestaba. Se decía de él que vivía solo, pues a su padre nunca lo conoció y su madre lo había dejado huérfano a la tierna edad de seis años. Una hermana de la madre se hizo cargo del chico, pero él no se encontraba a gusto en aquel nuevo hogar y terminó por escaparse. Vivía en una casa abandonada de la periferia junto a otros vagabundos y buscavidas, su verdadera familia.

Fue allí, en aquella maldita escuela de barrio bajo donde lo conocí.

 

 El enano de los cojones

 


Así pues, de mis experimentos con drogas lo más reseñable fue la primera vez que me comí una amanita muscaria, sí, la seta roja de pinticas blancas tan típica en los bosques de los cuentos infantiles. Había ido de excursión a la sierra con unos colegas y éstos me pusieron al tanto de sus virtudes y propiedades:

-Ahora vamos a calentar en el fuego las setas porque tienen que estar secas para que coloquen bien -nos aleccionaba el que conocía el tema.

Yo pensaba que todo aquello no era más que coña, una broma o subterfugio para aprovecharnos de unas titis que nos acompañaban y que estaban buenísimas, cuando de buenas a primeras me veo a mi mismo sentado junto a lo que parecía un enano o un hobbit de esos de El Señor de los Anillos, mirándome a mí muy seriamente, y no a mi doble, que se hallaba mirando para otra parte, como si estuviera ausente...

-¡Anda la hostia, pero si es un eneno del bosque! ¿de dónde has salido tú?-le dije sin cortarme un pelo.

-Y vosotros ¿de qué circo os habéis escapado?-respondió el enano con el ceño fruncido.

 

Black Metal o la llamada de Satán



Como cabría espera de dos cabezas huecas como mi colega Richard y yo, no sólo no hicimos caso de los sabios consejos del enano sino que, por contra, cada vez nos sentíamos más atraídos por la llamada de Satán y por el ocultismo en general.

  Esta tendencia nos vino casi impuesta con la aparición en los 80 de míticas bandas tales como los ingleses Venom, o la banda danesa Mercyful Fate , sin olvidar a los Hellhammer y a Bathory. Ellos sentaron las bases de lo que más adelante, ya metidos en la década de los 90, se vino a denominar el Black Metal, en honor al disco del mismo nombre publicado por Venom, un subgénero del heavy que bebe de las oscuras aguas de la violencia, el odio al género humano, el satanismo y todo lo relacionado con la destrucción del cristianismo.

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